Mi pacto con vos está escrito en las estrellas, es más fuerte que la distancia y el tiempo, es un pacto que vence al destino.

jueves, 11 de julio de 2013

Capitulo 4

Maldita sea –masculló Peter a solas en el ascensor, frotándose el dorso de la mano donde aún sentía el calor de la piel de su vecina.
A pesar de las interminables caminatas en la aduana, del trayecto desde el aeropuerto, del viento helado que soplaba en Port Phillip Bay y que le congelaba los huesos mientras esperaba que el taxista le cobrase la carrera con la tarjeta de crédito, Peter no había renunciado a la esperanza de encontrar alguna razón que lo animara a quedarse en Melbourne un minuto más de lo estrictamente necesario.

Y el destino le había presentado a una vecina con ojos castaños, y una melena igual de castaña y ondulada que habría hecho resucitar a Alfred Hitchcock. Incluso tenía los ojos de la clásica rubia de Hitchcock y que advertían a cualquier hombre que se atreviese a entrar que lo hacía por su cuenta y riesgo.
Él no necesitaba ninguna advertencia. En cuanto firmara lo que Gaston, su socio, quisiera que firmase, se subiría a un taxi para volver al aeropuerto. Ni siquiera la química que había transformado el pequeño ascensor en un invernadero móvil lo haría cambiar de opinión.
Se ajustó las bolsas al hombro, se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y se apoyó en el rincón con los ojos cerrados. El recuerdo de dónde estaba y de por qué se había marchado pugnaba por escapar del fondo de su mente. Para distraerse, se puso a pensar otra vez en la morena. En cómo se mordía el labio inferior, en la dulce y deliciosa fragancia con que había invadido el diminuto espacio y en cómo lo había mirado... al principio con fastidio, y, después, como si quisiera comérselo allí mismo.
–Cielos... –exclamó en voz alta al tiempo que abría los ojos y se agarraba a la barandilla que discurría por la pared del ascensor. ¿El ascensor había dado una sacudida o había sido él? ¿Sería el jet lag? ¿O quizá sufría de vértigo?
Se pasó las manos por la cara. Necesitaba dormir, y pensó en la cama extragrande que había enviado la semana anterior desde Sudáfrica. El trato estaba hecho y volvería a largarse en cuanto se le presentara la próxima oportunidad de inversión, pero, de todos modos, se imaginó enterrando la cara en la almohada y durmiendo durante doce horas seguidas.
Para algunos, el hogar era una casa de ladrillos y cemento. Para otros, era la familia. Para Peter, era donde estaba el trabajo. Y allí donde pudiera invertir con éxito, allí enviaba su cama. Y su almohada... tan aplastada que ya de poco le servía. Y su colchón, perfectamente adaptado a su cuerpo.
El ascensor lo dejó en el ático justo cuando empezaba a quedarse dormido de pie. Bostezó hasta destaponarse los oídos y buscó las llaves del apartamento que nunca había visto. Lo había comprado para hacer callar a Gaston, quien insistía en que se buscara una residencia en Melbourne ya que allí tenían la empresa.
Abrió y permaneció en el umbral. Comparado con la minimalista habitación de hotel que había sido su hogar en los últimos meses aquel apartamento era inmenso. Ocupaba toda la planta y tenía unos grandes ventanales que llenaban una pared, pero el mundo gris y lluvioso que mostraban y los colores oscuros del apartamento hacían que se respirara una sensación claustrofóbica.
–Bueno, Peter... –le dijo a su reflejo–. Ya no estás en Río.
Dejó la bolsa y el maletín del portátil en el único mueble de la habitación, un sofá negro en forma de L que dividía la estancia en dos, y el grito que se elevó de los cojines lo hizo olvidarse al instante del jet lag y del vértigo. Se dio la vuelta con el corazón en un puño y descubrió a un hombre tendido en el sofá.
–Gaston... –murmuró al reconocerlo, doblándose por la cintura para recuperar el aliento–. Me has dado un susto de muerte.
El mejor amigo y socio de Peter se incorporó, con el pelo pegado a la sien.
–Quería cerciorarme de que llegabas sano y salvo.
–De que llegara, punto –dijo Peter–. Dime que me has llenado la nevera.
–Lo siento. Pero sí he traído unos dónuts... Están en la encimera.
Peter miró la caja blanca de camino al frigorífico, vacío salvo por el manual de instrucciones. Un escalofrío le recorrió la espalda. Cruzó el apartamento hacia las puertas dobles que debían de conducir al dormitorio, las abrió y...
No había cama.
Maldijo en voz baja y se frotó el cuello tan rápidamente que se quemó los dedos.
La mano de Gaston se posó en su hombro un segundo antes de oír la risa de su amigo.
–Tu sofá no es tan cómodo como parece.
–Pues no parece que a ti te importara mucho hace un momento.
–Ya me conoces, puedo echarme una siesta en cualquier sitio. Una de las ventajas de sufrir insomnio crónico.
Peter cerró muy despacio las puertas de la habitación, incapaz de mirar el espacio donde debería estar su cama.
–¿Vas a irte a un hotel? –le preguntó Gaston.
–Solo de pensar en volver a salir con ese frío, hace que me duelan los dientes.
–Te ofrecería mi sofá, pero mi decorador se ha vuelto loco y lo ha tapizado de cuero con botones por todas partes.
–Gracias, pero no quiero arriesgarme a pillar nada.
Gaston sonrió y se apartó.
–Bueno, ahora que has llegado, ya puedo irme... Te veré en la oficina el lunes. ¿Te acuerdas de dónde está?
Peter no se molestó en responderle. Apenas pisaba Melbourne una vez cada dos o tres años, pero sabía muy bien de dónde recibía su sueldo.
Gaston chasqueó con los dedos de camino hacia la puerta.
–Casi se me olvida... El viernes por la noche hay una fiesta para celebrar el estreno de la casa.
Peter negó con la cabeza. Para el viernes ya se habría marchado de allí.
–Demasiado tarde –dijo Gaston–. Todo está preparado. Va a venir Alex, el viejo grupo de la universidad, algunos clientes y también unas chicas a las que acabo de conocer.
–Gaston...
–Eh, considérate afortunado. Estoy tan contento de que hayas venido que a punto he estado de lanzar octavillas desde un avión.
Se marchó y Peter se quedó en el enorme, frío y vacío apartamento. La niebla de Port Phillip Bay se condensaba al otro lado de los ventanales como una nube de malos recuerdos, haciéndole descartar cualquier posibilidad de seguir allí al cabo de una semana.
Antes de convertirse en un témpano, buscó el mando a distancia de la calefacción y la puso al máximo.
En un armario encontró ropa de cama, se desnudó e improvisó un lecho en el suelo del dormitorio con mantas y un gran cojín. Se quedó dormido apenas cerró los ojos.
Y empezó a soñar.
Con una mano suave, fresca y femenina acariciándole los pelos de la nuca y con un descapotable rojo rugiendo bajo sus muslos mientras tomaba las curvas sobre un acantilado al sur de Francia. Al detenerse en un punto panorámico, la dueña de la mano, una preciosa mujer morena, se sentó en su regazo y lo envolvió con su dulce fragancia un segundo antes de besarlo con lengua.
«Chúpate esa, Hitchcock».

5 comentarios:

  1. mas mas mas!!!
    @belteje

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  2. a mi si m gusta esta nove! spero q se sumen mas comentando asi seguis subiendo sta nove! besos!
    @belteje

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  3. Muy bueno espero el siguiente cap. pronto!!

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  4. Muy bueno!!!! mas please!!!

    @laliteronfire

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  5. No va a queter irse d nuevo.Cambio drastico,jajaja el sofa x el suelo.

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