Aquella noche, en el Brasserie, uno de los concurridos restaurantes que se alineaban en el paseo marítimo, Clint, el novio de Cande, se atragantó con la comida cuando Cande le contó el arrebato consumista de Lali. Un camarero tuvo que aplicarle la maniobra Heimlich para desatascarle el conducto respiratorio y, al final, todo el restaurante acabó celebrándolo mientras Lali se cubría la cara con las manos.
–¿Qué ha pasado desde anoche, cuando te dejamos en un taxi tras las copas, y esta mañana? –Quiso saber Vico, ya recuperado del todo–. ¿El taxista se te declaró, quizá?
Lali lo fulminó con la mirada, y Vico sonrió y levantó las manos en gesto de rendición antes de ponerse a jugar con el móvil.
No se molestó en decirle que seguía siendo tan reacia al compromiso como siempre, pero tampoco le contó lo del ascensor y el nuevo vecino, capaz de hacerle perder la cabeza a una chica sin necesidad de tomarse unas copas de más.
Bajó las manos al vientre, donde aún podía sentir el murmullo de su voz profunda y varonil.
Como llevaba haciendo todo el día, pensó en la bolsa blanca con letras rosas que colgaba del respaldo de la silla del comedor. Que Peter Lanzani hubiera estado seduciéndola mientras ella cargaba con un traje de novia indicaba su absoluta falta de escrúpulos. Una razón más para alejarse de él. Para ella, la fidelidad era sagrada. Había trabajado para la misma empresa desde la universidad. Tenía a su mejor amiga desde el colegio. Sería capaz de conducir media hora para ir en busca de su comida tailandesa favorita. Por contra, había visto el irreversible desmoronamiento de su madre debido a las continuas infidelidades de su padre.
–Parece que tenemos un nuevo pirata en la ciudad –dijo Candela, devolviéndola al presente.
Vico levantó brevemente la mirada, pero lo que vio no tenía el menor interés para él, porque le robó a Cande un trozo de chuleta y siguió con su teléfono.
Lali cedió a la curiosidad y se giró para mirar por encima del hombro. El corazón le dio un vuelco, otra vez, al descubrir a su vecino en el centro de la sala, calentándose las manos en el fuego. Su largo pelo castaño se rizaba ligeramente sobre el cuello de la chaqueta.
–Míralo –dijo Cande–. Ahí erguido con las piernas separadas, como en la cubierta de un barco con el mar revuelto... O como si necesitara hacer espacio para su paquete...
–¡Cande!
Su amiga se encogió de hombros.
–No me mires a mí. Míralo a él.
Lali intentó no mirar. Lo intentó con todas sus fuerzas, pero por mucho que su cabeza la animase a olvidarlo, el resto de su cuerpo tenía otros principios. Incapaz de seguir resistiéndose, lo miró a tiempo de ver cómo sacaba su teléfono móvil del bolsillo de la chaqueta. El movimiento reveló una amplia porción de pecho cubierta con una camiseta desteñida, y Lali no supo qué la hizo salivar más, si el fugaz destello de vientre bronceado al levantarse su camiseta o los rítmicos movimientos de su dedo pulgar sobre la pantalla del móvil.
Entonces él se volvió y recorrió el comedor con la mirada.
–¡Agáchate! –exclamó Lali, y se hundió en la silla hasta quedar con medio cuerpo por debajo de la mesa. Sus dos amigos, obviamente, se limitaron a mirarla con la boca abierta.
–¿Se puede saber qué haces? –le preguntó Cande.
Lali volvió a incorporarse, muy despacio.
–Lo conozco –admitió, deseando tener ojos en la nuca.
–¿A él? Ah, vaya... ¿Y quién es?
–Peter Lanzani. Se ha mudado a mi edificio. Nos conocimos en el ascensor esta mañana.
–¿Y? –la apremió Cande, brincando en la silla.
–Y nada. No empieces a hacerte ideas. Intenté impedir que entrase en el ascensor, pero él lo hizo de todos modos y me vi atrapada en una subida muy incómoda.
Cande no dejaba de sonreír, y Lali se dio cuenta de que se estaba retorciendo en la silla.
–De acuerdo, es muy guapo y huele como si hubiera estado construyendo una cabaña de troncos en el bosque. Y... bueno, tal vez coqueteásemos un poco –levantó una mano para atajar el comentario de Cande–. Y eso no es lo mejor. Todo sucedió justo después de que me dejaras en casa... Mientras llevaba la bolsa del vestido de novia.
–¿Pero no le explicaste que...?
–¿Cómo? «Mira, desconocido, ¿ves este vestido de novia? Ignóralo. No significa nada. Estoy libre y soy toda tuya, si quieres».
–A mí me parece una buena explicación –intervino Vico.
Cande le dio un manotazo en el pecho. Él sonrió y siguió fingiendo que no estaba escuchando.
–Todo es culpa tuya y de tus teorías sobre la falta de hombres –acusó Lali a su amiga–. Me lo pusiste muy difícil para no coquetear con cualquiera.
–¿Quieres decir que si hubiera sido el conserje lo hubieras violado en el ascensor? –murmuró Cande, sacudiendo la cabeza como si Lali se hubiera vuelto loca.
Lali sintió que el suelo se tambaleaba bajo la silla. Candela debería haberla comprendido. O al menos la Cande que siempre había conocido. Aquella nueva Cande, felizmente comprometida, estaba demasiado cegada por el romanticismo.
Lali reprimió el impulso de inculcarle un poco de sentido común a su amiga, agarró la copa y tomó un largo trago de cóctel.
–Ese hombre debe de pertenecer a otra dimensión –dijo Cande–. Una donde los hombres salen con físicas nucleares que hacen de modelos en el tiempo libre. O eso, o es gay.
–No es gay –declaró Lali, recordando cómo le había acariciado el rostro con la mirada y cómo se había acercado a ella durante la subida, centímetro a centímetro. El jet lag no podía ser la única explicación–. Sea como sea, no importa. A un hombre que intenta ligar con una mujer que lleva un traje de novia deberían caparlo.
–Pues vas a tener la oportunidad de decírselo tú misma –comentó Cande–. Porque viene hacia aquí...
Peter había estado a punto de marcharse cuando la vio.
Primero había visto a su compañera, una mujer castaña que no parecía tener ningún reparo a la hora de mirar a los desconocidos. Y, luego, descubrió el pelo castaño y ondulado de su vecina, que estaba de espaldas a él. Si le hubiera sonreído o saludado, él habría hecho lo mismo y se habría marchado a casa. Pero que la mujer a la que él había decidido ignorar lo estuviese ignorando a él estimuló sus genes más perversos y lo hizo dirigirse hacia ella.
–Vaya, vaya, si es la señorita del octavo piso –dijo, posando una mano en el respaldo de la silla.
Lali se giró con las cejas arqueadas y una sonrisa. Pero en cuanto sus ojos se encontraron, Peter sintió un nudo en el pecho y un repentino afecto por el duro suelo de su habitación.
«Maldito Hitchcock», pensó al recordar aquellos mechones castaños acariciándole el pecho en el asiento del descapotable. Tal vez solo hubiera sido un sueño, pero a su libido le importaba un bledo la diferencia.
–Cuando me despedí de ti hasta la vista, no pensaba que fuéramos a vernos tan pronto.
–Si vivimos en el mismo edificio no será raro tropezarnos el uno con el otro.
–Suerte para nosotros –dijo él con una sonrisa cargada de significado. A ella no se le pasó por alto la insinuación, a juzgar por las llamas que despidieron sus ojos, pero era evidente que se contenía.
Todo en ella, desde sus uñas rosadas a la punta de sus cabellos, prevenía contra lo que sin duda era una fuente de problemas y complicaciones. Y, sin embargo, Peter no podía dejar de sonreír.Tal vez fuera el desafío, o el sueño, o el tiempo que prefería emplear en actuar en vez de pensar. El caso era que, mirando aquellos ardientes ojos castaños, supo que iba a conocer mejor a esa mujer.
Un fuerte carraspeo los hizo volverse a ambos hacia la otra mujer.
–Peter Lanzani, te presento a mi amiga Candela –dijo Lali–. Y a su novio, Vico.
Cande se inclinó sobre la mesa para estrecharle entusiásticamente la mano.
–He oído que acabas de venir del extranjero.
La mesa vibró visiblemente y Cande puso una mueca, como si le hubieran dado un puntapié en la espinilla.
De modo que su vecina había estado hablándoles de él a sus amigos... Tal vez todo fuera más fácil de lo que Peter había pensado.
Agarró una silla libre de la mesa contigua y la arrastró junto a Lali, quien fingía estar absorta con su plato.
–De Brasil –le dijo a Cande, apretando los pies contra el suelo mientras Lali se ponía tiesa como un palo en su silla.
–¿En serio? –preguntó Cande–. ¿Lo has oído, Lali? Peter ha estado en Brasil.
Lali fulminó con la mirada a su amiga.
–Gracias, Cande. Lo he oído.
Cande apoyó la barbilla en la mano.
–¿Y has vuelto para quedarte definitivamente?
–No –respondió él. Naturalmente, no les dijo a aquellas simpáticas personas que, si pudiera elegir, preferiría zambullirse en un río infestado de pirañas antes que quedarse en la ciudad–. Solo he venido unos días para ocuparme de unos negocios.
–Qué lástima –dijo Cande, mientras que Lali se mantuvo en silencio y con la vista fija en otra parte–. Lali está muy interesada en Brasil.
–¿Ah, sí?
Lali lo miró fijamente a los ojos y él le sonrió. Ella respondió abriendo los ojos como platos y respirando agitadamente al mismo tiempo que él.
A Peter se le disparó la libido como un cohete. Se agarró al respaldo de la silla de Lali y el pulgar le quedó a escasos milímetros de su espalda. Ella volvió a respirar profundamente, tragando saliva mientras se arqueaba ligeramente, y Peter maldijo en voz baja.
–Y tanto que sí –corroboró Cande alegremente, ajena a la tensión sexual que ardía entre sus compañeros de mesa–. De hecho, se ha pasado los últimos meses intentando convencer a su jefa de que la mande allí para realizar el catálogo de verano.
–¿De verdad? –preguntó Peter, mirando a Cande en un esfuerzo por conservar la compostura–. ¿Y qué clase de trabajo hace Lali exactamente?
–Soy la gerente de marca de un negocio de menaje para el hogar –respondió Lali–. La colección de verano está basada en motivos brasileños... ¿Y tú, qué has estado haciendo en Brasil?
La pregunta de Lali sobre su trabajo fue lo más parecido al chorro de agua helada que Peter necesitaba desesperadamente para enfriarse los pantalones. Había aprendido por las malas que cuanto menos supiera la gente sobre su trabajo, mejor.
–En esta ocasión, haciendo negocios con el café –explicó–. ¿Te gusta el café?
–¿Café? –ella parpadeó con asombro por el cambio de tema, y se giró en la silla hasta encararlo al tiempo que se mordía el labio inferior, dejándolo húmedo e hinchado. Una vez más, Peter volvió a sentir la atracción que había dominado el encuentro en el ascensor–. Depende de quién lo haga.
Peter sintió que el suelo se movía bajo sus pies, igual que en el ascensor, y se agarró al respaldo de la silla como si le fuese la vida en ello. Vértigo, pensó. Definitivamente vértigo. Hitchcock se deleitaba con los castigos más crueles para seguir con sus inquietas e impresionables rubias.
Pero ¿en qué posición quedaba él si hacía el menor atisbo para marcharse?
–¿Por qué café? –quiso saber Cande.
–¿Perdón?
–El motivo que te llevó a Brasil... ¿Lo cultivas? ¿Lo recolectas? ¿Te lo bebes? ¿Lo preparas?
Peter lo pensó antes de responder. El trato estaba cerrado y no iba a permitir que nada ni nadie lo echara a perder.
–Invierto en una compañía llamada Bean There.
Demasiado tarde. Lali había percibido sus dudas y, por alguna razón, sus rodillas se habían apartado de las suyas bajo la mesa. Aquella mujer pasaba muy rápido de ser ardiente a mostrarse fría como el hielo.
Peter pensó en retirarse, pero en el fondo era un tiburón y no soltaba a su presa una vez le hincaba el diente. Por eso era el mejor en lo que hacía y nunca se había enfrentado a un trato que no pudiera cerrar. Ella aún no lo sabía, pero, cuanto más intentara protegerse de él, más se exponía.
–¡Qué emocionante! –exclamó Cande–. ¡Una información privilegiada de nuestro pirata corporativo particular!
Peter se encogió y se mordió la lengua.
–Se trata de una información muy común y al alcance de cualquiera, de modo que puedes difundir la noticia tanto como quieras. Cuánto más dinero ganen, mayores serán mis beneficios.
Era el momento de retirarse y reorganizarse. Se apartó con decisión de la mesa para ponerse en pie.
–¡Quédate! –le suplicó Cande.
–Gracias, pero no. Tengo que recuperar unas horas de sueño muy necesarias.
Miró a Lali para comprobar si había reaccionado ante su inminente marcha, pero ella seguía recatadamente sentada, con las manos juntas, como si no le importara un pimiento.
Salvo por su delatadora mirada... Primero le miró la bragueta y luego subió lentamente por su torso, se detuvo un momento en su pecho, su cuello y su boca, antes de posarse en sus ojos.
–El viernes celebro una fiesta en casa –dijo Peter sin poder contenerse–. Sois todos bienvenidos.
–Allí estaremos –prometió Cande.
Peter le estrechó la mano, hizo lo mismo con Vico y dejó a Lali para el final.
–Lali –murmuró, levantándole la mano. En aquel punto su sueño se había equivocado, porque su mano era tan cálida como si hubiera estado expuesta al sol. Y en cuanto a sus ojos... El contacto físico parecía haber desatado todas las emociones que ella había intentando contener. Su deseo era tan evidente que a Peter le ardieron el pecho y la entrepierna.
Lali retiró la mano y frunció el ceño, como si no supiera muy bien lo que acababa de ocurrir. Pero él sí que lo sabía. Y quería más...
–El viernes –repitió, y esperó hasta que ella asintió con la cabeza. Solo entonces se despidió de todos y abandonó el restaurante con todo el cuerpo en tensión y la vista nublada.
Regresó a su apartamento. Al duro suelo del dormitorio. Y, en esa ocasión, permaneció un buen rato mirando el techo, incapaz de conciliar el sueño. Pensaba en cuál sería la reacción de su vecina si se presentaba en su puerta para pedirle alojamiento, portando la caja de dónuts y sin nada más que unos boxers y una sonrisa.
Lo único que le impedía descubrirlo era la necesidad de permanecer tranquilo y sin perder la cabeza. Si había interpretado bien la mirada de Lali, los boxers tal vez no fueran protección suficiente...
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ResponderEliminarMas.porfiiiis
@laliteronfire