Nada más cerrar los ojos, volvió a ver a Peter Lanzani alejándose de ella a grandes zancadas. Una vez más, el recuerdo de su imagen le provocó un fuerte hormigueo por todo el cuerpo. Como una corriente eléctrica, solo que mucho más caliente.
No debería ser así, pero, cada vez que pensaba en la falta de escrúpulos de Peter Lanzani para seducir a una mujer que supuestamente estaba comprometida, no sentía el menor rechazo. Al contrario. Su sonrisa y su mirada dejaban claras sus intenciones. Era consciente de su enorme atractivo y no dudaba en aprovecharlo para conseguir lo que quería. Y todo parecía indicar que la quería a ella...
Cruzó las piernas por los tobillos y se mordió el pulgar. Ella nunca había sido una chica que fuese detrás de los hombres. No era ajena a la atracción, ni mucho menos, pero había visto los estragos emocionales que un hombre dejaba a su paso. Y, aunque no creyera en finales felices, tampoco estaba dispuesta a exponerse a un final desgraciado.
Por desgracia, últimamente no había tenido finales de ningún tipo, ni buenos ni malos. La razón de su amarga soledad la acosaba desde el fondo de su mente. Se apartó de la pared, sacudió las manos y se puso a dar vueltas por el ascensor.
La triste realidad era que todos los chicos buenos que había conocido habían resultado ser unos cerdos. De modo que, ¿no sería mejor saber desde el principio a qué se exponía? De esa manera le resultaría mucho más fácil protegerse y no se llevaría una decepción. Y, por una vez, podría abandonarse sin temor alguno a la seducción y el pecado...
Cerró con fuerza los ojos y dejó de dar vueltas. A pesar de las evidencias, Peter Lanzani no parecía un cerdo. Era un hombre arrebatadoramente sensual y atractivo, con las ideas muy claras, un poco intimidante, y según había admitido él mismo, solo estaría una breve temporada en la ciudad. Lo cual era el mayor aliciente de todos, ya que ella no buscaba una relación seria. Solo un poco de diversión, unas cuantas citas sin compromiso. Unos cuantos besos o algún que otro revolcón...
Aspiró profundamente y soltó el aire.
No tenía que tomar ninguna decisión aquella noche. Podría pensarlo durante todo el viernes, siempre que no compartieran el ascensor...
El ascensor hizo su primera parada y Lali se echó el pelo sobre el hombro mientras reprimía un bostezo y comprobaba el panel indicador para saber en qué planta había acabado. Descubrió que el ascensor la había llevado hasta el último piso. El ático.
Agarró con fuerza el bolso para contener la excitación que le provocaba saber lo cerca que se encontraba de Peter Lanzani. Y deseó con toda su voluntad que el ascensor volviera a descender.
Pero el ascensor, fiel como siempre a sí mismo, abrió las puertas y las mantuvo abiertas. Y Lali se encontró frente al espacioso rellano y las relucientes puertas dobles de color negro que conducían al único apartamento de la planta. Una de ellas se movió al girarse el pomo y Lali se encogió al fondo del ascensor, pero no había donde esconderse. Todo el aire abandonó sus pulmones cuando la puerta se abrió y Peter apareció en el umbral.
Al verla se detuvo y apretó la mandíbula. Lali debía de tener los sentidos afinados al máximo para apreciar aquel pequeño movimiento muscular, teniendo en cuenta lo que Peter llevaba puesto... O mejor dicho, lo que no llevaba puesto.
Iba vestido con un pantalón de pijama, de color gris y con botones, y nada más. Y, para Lali, el impacto visual fue como si se hubiera producido una colisión múltiple en el interior de su cabeza. Se llenó la mirada con aquel espécimen masculino, único y semidesnudo. Sus pies, grandes y descalzos. Su pelo, deliciosamente alborotado. Sus brazos, tan fuertes que podrían levantar un coche. Su pecho, esculpido en fibra y músculo y con una franja de fino vello oscuro descendiendo hacia la cintura del pantalón...
–¿Lali? –la llamó.
–Hola.
–He oído el ascensor.
–Y aquí está –adoptó la actitud más serena que pudo y señaló las puertas abiertas como la presentadora de un programa, intentando ignorar como le subía el calor por las mejillas.
Un atisbo de sonrisa asomó en los oscuros ojos de Peter y en sus carnosos labios.
–¿Me buscabas para algo?
–¿Que si te buscaba para...? No, no, claro que no –soltó una carcajada histérica–. Iba a casa, pero el ascensor ha vuelto a hacer de las suyas y...
–Y te ha traído aquí –se cruzó de brazos sobre el pecho, provocando que se le abultara su poderosa musculatura.
Lali levantó la vista al techo e intentó contener la saliva que inundaba su boca.
–Es tarde y tendrás cosas que hacer... Deshacer el equipaje, recuperar las horas de sueño...
Él negó lentamente con la cabeza.
–Solo he traído una bolsa y, por alguna razón, no estoy cansado en estos momentos.
–Es posible que me quede aquí un rato.
Él se apoyó en el marco de la puerta.
–O podrías pasar.
El corazón le palpitó con tanta fuerza que no estuvo segura de haberlo oído bien.
–¿Que pase, has dicho?
–Puedo contarte todo lo que sé de Brasil.
Lali parpadeó, incapaz de encontrar palabras para...
–Y tengo dónuts.
Aquello la hizo reír.
–Qué original... Es la primera vez que me ofrecen dónuts por la noche. Algún que otro café sí, claro, o una última copa antes de irse a la cama, pero...
–Lali.
Ella tragó saliva y le miró el pecho.
–Voy demasiado elegante para tomar dónuts.
–Solo hay un modo de arreglarlo.
Lali se percató entonces de que Peter se había apartado ligeramente de la puerta para invitarla a entrar.
Su cuerpo se dispuso a salir del ascensor, atravesar el umbral y arrojarse en los brazos de aquel macho semidesnudo, pero se refrenó en el último segundo. No podía. No, no podía. Se habían conocido aquella mañana y ella no sabía nada de él aparte de su nombre, su dirección y su profesión...
El ascensor emitió un pitido y las puertas comenzaron a cerrarse. Rápidamente, Lali se deslizó por la abertura y se quedó de pie y temblorosa en el oscuro y silencio rellano, sin oír otra cosa que su agitada respiración y el zumbido del ascensor descendiendo sin ella.
Se tomaría un dónut. Conocería un poco mejor a su vecino. Tal vez, incluso se dieran un beso de buenas noches... Podría lidiar con un hombre como Peter por una noche si eso era lo que hacía falta para volver a tener citas.
Obligó a sus temblorosas piernas a moverse y contuvo la respiración mientras pasaba junto a Peter, pero era imposible ignorar la embriagadora fragancia varonil que emanaba de su piel desnuda.
El apartamento estaba aún más oscuro y silencioso que el rellano. Él fue a la cocina y ella se alejó en sentido opuesto, hacia los grandes ventanales que llenaban una pared y por donde entraban los pocos rayos de luna que dejaban pasar las nubes. Peter no le había mentido al decirle que no tenía equipaje que deshacer. De hecho, no tenía equipaje ni nada.
Ni lámparas, tan solo la luz que irradiaba de un portátil en la encimera de la cocina. Ni cuadros en las paredes. Ni siquiera una televisión. Solo un sofá alargado en forma de L donde podrían sentarse hasta veinte personas. Estaba de frente a las ventanas, como si el interior del apartamento fuera del todo insignificante.
Y tal vez para él lo fuese. Lali sabía por experiencia que un hombre que se negaba a estampar su sello personal en una vivienda no se sentía conectado a la misma. Si el hogar se encontraba donde estaba el corazón, el corazón de Peter Lanzani estaba muy lejos de allí. Posiblemente ni siquiera estaba en la ciudad.
–¿Tienes algo en contra de los muebles o la decoración? –le preguntó mientras él abría una caja blanca que, efectivamente, contenía dónuts.
Él miró a su alrededor como si no se hubiera dado cuenta de lo vacío y desangelado que estaba el apartamento.
–No dedico los fines de semana a comprar antigüedades, si es eso a lo que te refieres.
–No hace falta ir tan lejos, pero te vendría bien tener una mesa, algunas sillas y un par de cojines.
–Me apostaría el brazo izquierdo a que ningún hombre se lamenta por carecer de unos cojines.
–Pero son como la guarnición de un plato. No son imprescindibles para hacer la comida, pero ayudan a que resulte más apetitosa.
Él no dijo nada y se limitó a mirarla en la penumbra.
–¿Soy yo o hace mucho calor aquí? –preguntó ella. Se quitó la chaqueta blazer y la bufanda y los dejó sobre el respaldo del sofá.
–Tengo puesta la calefacción al máximo. Aún me estoy aclimatando a este tiempo.
La mirada de Lali se posó en el montón de dónuts que él estaba apilando en un plato. El olor del azúcar la incitaba a acercarse.
–Baja la calefacción y ponte un jersey –le sugirió–. Será mucho más cómodo.
–¿Para quién?
Para ella, obviamente. No llevaba ni dos minutos allí y ya estaba sudando.
Él se fijó en su camiseta de seda color crema, sin mangas, y bajó la mirada por sus brazos desnudos. Lali reprimió el impulso de cubrirse el pecho cuando se le endurecieron los pezones.
–No –dijo él, volviendo a mirarla a los ojos–. Me gusta el calor.
Se olvidó de los dónuts y rodeó la mesa sin apartar los ojos de ella. Lali retrocedió y chocó con el sofá.
–¿Prefieres que la baje? –le preguntó él con voz grave y profunda.
massssssssssssssss
ResponderEliminar++++++++++++++++
ResponderEliminar++++++++++++++++++
+++++++++++++++++++
++++++++++++++++++
+++++++++++++
+++++++++
++++++++++++++++++++++
Mas mas mas mas mas
ResponderEliminar@laliteronfire