Mi pacto con vos está escrito en las estrellas, es más fuerte que la distancia y el tiempo, es un pacto que vence al destino.

martes, 13 de agosto de 2013

Capitulo 8

Por más que lo intentaba, Lali no conseguía llegar al teléfono. Se despertó con un sobresalto, el corazón latiéndole frenéticamente y las piernas enredadas en las sábanas. Un rápido vistazo al reloj de la mesilla le dijo que eran más de las diez, pero enseguida recordó que era domingo y volvió a relajarse. El persistente zumbido del teléfono, no obstante, le confirmó que no lo había soñado.

Consiguió agarrarlo y volvió a tumbarse de espaldas, con la mano sobre los ojos para protegerse de la luz que entraba por la ventana.
–Hola –respondió con un suspiro, pensando que se trataba de su madre.
–¿Has dormido bien?
Se quedó unos segundos boquiabierta y tuvo que tragar saliva un par de veces antes de hablar.
–¿Peter?
–Quería asegurarme de que llegaste a casa anoche.
La cabeza le daba vueltas. ¿Cómo había conseguido su número? Ella no se lo había dado. ¿Lo habría buscado en la guía? Desde luego que sí... ¿Cómo se había atrevido?
«Oh, cálmate. No significaba nada. Solo está siendo amable y caballeroso».
Al menos eso intentó creerse, porque lo que le había hecho la noche anterior contra el marco de la puerta no era muy propio de un caballero...
–¿Lali?
–No es para tanto... Solo vivo cuatro pisos más abajo.
–Lo sé –el calor que desprendía su voz hizo que Lali se deslizara aún más bajo las sábanas–. Pero, según tú, el ascensor es impredecible...
–¿Todavía piensas que me lo inventé?
–No me malinterpretes. No me estoy quejando. De hecho, ese ascensor se está convirtiendo en mi debilidad.
Lali se lo imaginó sonriendo al otro lado de la línea. Sintió su cálido aliento en el cuello y sus ardientes manos en la piel. ¿Cómo podía haberse convencido de que una sola noche con Peter Lanzani sería suficiente? Tal vez habría bastado si alguno de ellos hubiese tenido protección.
Sí, y tal vez ella se convirtiera en mona con la próxima luna llena.
El caso era que él se había quedado esperando y ella deseaba mucho más. No solo volver a salir y divertirse. Lo deseaba a él. Deseaba saciarse de Peter Lanzani. Era el resultado de haberse tirado de cabeza en vez de probar antes el agua con el pie. Pero ya era demasiado tarde para pensar en lo que debería haber hecho. Estaba metida hasta el cuello, así que... ¿por qué no aprovecharse?
–¿Dónde estás? –le preguntó a Peter, acariciando la posibilidad de que se encontrara al otro lado de la puerta.
–¿Por qué?
–Por nada en especial.
–Mentirosa –aquel hombre no solo tenía una voz capaz de hacer estremecerse a una monja, sino que sabía muy bien cómo emplearla–. Estoy en la oficina de aduanas, buscando mi cama.
–¿No has podido dormir?
–No mucho. ¿Y tú?
–Yo he dormido muy bien.
La risa de Peter reverberó por el teléfono y por todo su cuerpo, y Lali se mordió el labio para no decir nada que la pusiera en evidencia.
–Me alegra saberlo. Ahora tengo que ver a un hombre para preguntarle por mi cama. Hasta la vista, planta octava.
Lali se apretó inconscientemente el teléfono en la oreja antes de dejar caer el brazo. Se quedó mirando el techo, donde se proyectaban los reflejos del prisma de cristal que colgaba del espejo del tocador.
Peter se había preocupado de saber si había llegado sana y salva a casa. Era un detalle encantador, propio de un caballero. Pero no había hecho nada más. No había intentado volver a verla.
Se dio la vuelta y apretó la cara en la almohada. ¿Por qué no podía estar Peter en su puerta, con un preservativo en el bolsillo de sus desgastados vaqueros? Así podría hacer lo que quisiera con ella y estarían en igualdad de condiciones.
Era domingo. No tenía que ir a ningún sitio, de modo que cerró los ojos y se imaginó abriendo la puerta de su apartamento y encontrándose a Peter en el rellano. Se lo imaginó con pantalones negros de cuero, una camisa blanca desabrochada hasta el ombligo y un parche en el ojo. Tan grande y robusto que llenaría su pequeña cocina...
Abrió los ojos y se incorporó con un respingo al recordar la bolsa con el vestido de novia que aún colgaba de la silla del comedor.
Se frotó los ojos con las palmas y respiró hondo, antes de mirarse en el espejo del tocador. Se le había corrido el rímel y tenía el pelo hecho un desastre. Y la boca le sabía a pan rancio.
Con aquel aspecto y un vestido de novia en su cocina, y aun así no habría dudado un segundo en invitar a Peter a entrar. No, no lo habría invitado. Lo habría arrastrado a la fuerza...
¿Se había vuelto loca o qué?
Hasta la fiesta del viernes usaría las escaleras...


Peter subía en el ascensor al piso quince, donde estaban las oficinas de Bona Venture Capital. Y no podía evitar compararlo con el ascensor de los Apartamentos Botany. Por muy espacioso, luminoso, lujoso y rápido que fuera, no le brindaba la tentación.
A Peter le gustaban las mujeres. Incluso adoraba a algunas de ellas. Lo había criado una mujer fuerte, su abuela, después de que sus padres murieran una semana antes de su décimo cumpleaños. Pero su trabajo lo llevaba siempre de un lado para otro, por lo que se limitaba a relaciones esporádicas y aventuras pasajeras. La única vez que intentó tener una relación seria acabó tan escarmentado que se prometió no volver a pasar por lo mismo.
Cambió de postura, pero la sensación de incomodidad persistió. Prefería no pensar en aquella amarga experiencia. Era un agujero en su pasado que podría succionarlo hasta el fondo si se acercaba más de la cuenta. Estar de nuevo en Melbourne, en las oficinas de Bona Venture, hacía que fuese imposible no recordarlo, pero estaba decidido a intentarlo.
Y si además encontraba un poco de ayuda adicional en los cálidos y expectantes brazos de Lali Esposito, mejor que mejor.
Se estaba frotando las marcas que ella le había dejado con los dientes en el hombro cuando el ascensor se detuvo. Contuvo la respiración y soltó el aire cuando las puertas se abrieron y se encontró en un lujoso vestíbulo con el suelo de madera oscura, paredes rojas y el sol entrando a raudales a pesar de que no se veía una sola ventana.
Volvió a mirar el número de la planta para asegurarse de que no se hubieran vuelto locos todos los ascensores de la ciudad. Al levantar la mirada, vio un letrero el doble de grande que él en el que estaba escrito Bona Venture Capital con elegantes letras blancas.
Aquella era su empresa, pero no se parecía en nada a lo que recordaba. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que estuvo en Melbourne? ¿Dos años? ¿Tres? Recordaba a Gaston intentando decidir qué color usar para las paredes. Peter había consentido que Gaston se gastara lo que hiciera falta en las reformas para no tener que oír más diferencias entre el amarillo limón y el alabastro.
–Vaya –murmuró con asombro.
Se ajustó la bolsa del portátil al hombro y cruzó lentamente el vestíbulo, sorteando a los hombres y mujeres trajeados que salían y entraban en los pasillos laterales. Era increíble que ya hubieran pasado casi diez años desde que montaran aquella empresa con el fondo fiduciario de Gaston, los ahorros que Peter había acumulado trabajando desde los doce años y el plan de negocio que habían trazado en unas servilletas de su pub favorito mientras sus compañeros de universidad se dedicaban a beber cervezas y chupitos en la misma mesa.
Lo recordaba todo como si hubiera sido el día anterior. A la mañana siguiente, se había pateado las calles para poner el negocio en marcha mientras la ciudad gris se bañaba con el mágico resplandor dorado del amanecer. Peter sentía que su vida empezaba a cambiar finalmente. Como si tuviera el mundo a sus pies. Como si tuviera la fortuna al alcance de su mano...
Tres años después, a punto estuvo de perderlo todo. Y se había pasado los últimos siete años de su vida intentando compensar sus errores.
Pisó con fuerza el carísimo suelo de madera y, por primera vez desde aquel tiempo, se permitió pensar que todo había quedado atrás.
–¡Hola, viejo! –lo saludó Gaston, apareciendo de repente a su lado. Debió de notar su perplejidad, porque se puso a reír tan fuerte que atrajo más de una mirada–. ¿Qué te parece? Bonito, ¿verdad?
–¿Alabastro? –preguntó Peter, señalando el nombre de la empresa con el dedo pulgar.
–Blanco de toda la vida –repuso Gaston.
–Quién lo hubiera dicho...
–¿Quieres ver tu despacho?
–Sí, sí –respondió, aunque se preguntó brevemente si merecería algo más que un hueco en la pared, teniendo en cuenta lo poco que pisaba aquella oficina.
Pero se dejó contagiar por el entusiasmo de Gaston y lo siguió con impaciencia hacia unas puertas. Gaston las abrió con una floritura y reveló un despacho tan grande que bien podría albergar un torneo de billar. Un enorme escritorio de cristal. Metros y metros de moqueta oscura, tan gruesa que se podría nadar en ella... Y nada más.
Peter intentó ocultar su decepción por la falta de... algo. Era igual a su apartamento. Básico. Insípido. Sin... guarnición.
Gaston le dio una palmada en la espalda.
–Te dejaré para que te pongas cómodo. Puedes ponerte a dar vueltas como Julie Andrews en lo alto de la colina.
Se marchó y dejó a Peter a solas en mitad de la habitación inmensa y vacía.
Nervioso e incómodo, Peter se quitó el gorro y se pasó los dedos por el pelo. Necesitaba un buen corte. Al oír el crujido de la manga de cuero pensó que debía de ser la única persona en toda la planta que no llevaba traje.
–Por esto no quería volver –les dijo a las paredes, pintadas de gris claro. Al parecer, una mano de pintura no bastaba para borrar la historia. Aún podía sentir la presión del pasado desde todos los ángulos.
Los únicos momentos en los que no sentía el agobio era cuando estaba con Lali. Cuando la veía ponerse colorada y morderse el labio. Cuando se empapaba con el sabor de su piel y se perdía en el deseo que nublaba sus grandes ojos castaños...
Y así sería. Cuando no estuviera haciendo lo que tenía que hacer en Melbourne, se dedicaría a disfrutar con una castaña dispuesta a complacerlo. Y cuando acabara el trabajo, se marcharía para siempre.
Su alivio se esfumó al ver a Gaston con los brazos cargados de carpetas, las cuales depositó en la mesa de cristal con un ruido sordo.
–Huelga decir que todo esto es absolutamente confidencial...
Peter lo miró en silencio. Era irónico que se lo dijera precisamente Gaston.
–Bueno –continuó Gaston, quien tuvo la decencia de parecer avergonzado–. Necesito que te leas todo esto y que me des tu opinión. ¿Vamos a sacar Bona Venture a bolsa, o qué?


Lali caminaba por el paseo marítimo. Sus tacones resonaban rítmicamente en los adoquines, la falda se le pegaba a los muslos y la bufanda de lana ondeaba a su paso. Le encantaba el invierno. Habían pasado casi dos días desde su renacimiento sexual y aún sentía las capas de ropa como una suave caricia en la piel.
El estómago le rugió ante el olor a comida que salía por las puertas abiertas de los restaurantes, y decidió pedir en el Brasserie un bistec con patatas para llevar.
Había sido un buen día. La chica que servía el té por la mañana le había llevado sus magdalenas favoritas de arándanos y chocolate blanco. El primer producto de la colección de verano de Ménage à Moi había llegado al almacén y era una maravilla.
Hacía mucho que no disfrutaba tanto con su trabajo. La frustración de los últimos meses también alcanzaba el plano laboral, y de ahí la motivación por poner en marcha el proyecto de Brasil. Una creciente insatisfacción parecía extenderse por todos los aspectos de su vida, lo cual no tenía sentido. Su vida era exactamente como siempre había querido que fuera. Tenía un buen apartamento, un buen trabajo, una buena vida social... ¿Qué más podía pedir?
Sacudió la cabeza. Lo que importaba era que las cosas estaban mejorando, a juzgar por la cantidad de hombres que le habían sonreído aquel día. Había sentido tantas miradas que era como caminar por una pasarela de moda. Se sentía deseada y seducida. Había respondido a las sonrisas y había seguido caminando, contenta de que todo volviese a la normalidad.
Sonó su móvil y por un instante se imaginó que había recibido un mensaje subido de tono de Peter. La llamada del día anterior la había alterado tanto sexualmente que había limpiado toda la cocina, horno incluido.
Pero no podía ser un mensaje de Peter, ya que él no tenía su número de móvil y solo el número fijo aparecía en la guía. Ni siquiera sabía cuál era su apartamento, tan solo el piso. Suficiente para ir a buscarla si quisiera hacerlo, lo cual no había hecho en casi cuarenta y ocho horas.
¿Por qué no? A menos que la llamada del día anterior hubiera sido realmente para asegurarse de que había llegado a casa sana y salva...
Meneó la cabeza. No estaban saliendo juntos. Ni siquiera eran amantes, en el pleno sentido de la palabra. Al menos, aún no. Ella se había limitado a aceptar la situación tal y como se le presentaba, y seguiría haciéndolo hasta que la pasión se apagara o él se marchara.
Sin embargo, cuando miró el móvil lo hizo con el corazón en un puño. Y cuando vio que era un mensaje de su madre sintió una profunda desilusión.
Te echo de menos, cariño, decía el mensaje. Lali puso una mueca. Conocía bien aquel tono. Era el que empleaba su madre cuando se compadecía de sí misma y se preguntaba, aun después de tantos años, si había hecho lo correcto al divorciarse del padre de Lali.
Yo también, le escribió. ¿Quieres que vaya a cenar contigo?
Estás ocupada. Seguramente tienes otros planes.
Lali se mordió el labio y pensó en la carne con patatas que había pensado tomarse ella sola. Pero el día había sido realmente bueno. Y, si quería que lo siguiera siendo, más le valdría no apartarse del camino trazado.
Lo dejamos para el fin de semana. Estoy de compras.
Muy bien. Te quiero, pequeña.
Lali se guardó el móvil en el bolso y suspiró. Quería a su madre. Siempre habían estado muy unidas. No les quedaba otro remedio. Cuando su padre estaba en casa, parecía impaciente por volver a marcharse. Y, cuando estaba jugando al críquet en el extranjero, se pasaba fuera varios meses. Al final, resultó que casi todo ese tiempo lo pasaba con otras mujeres mientras su madre optaba por mirar hacia otro lado.
Lali nunca había consentido que nadie se aprovechara de ella de aquel modo. Nunca había dejado que nadie significara más para ella que sus sueños y objetivos en la vida. Nunca había hecho ninguna estupidez por amor. Ni por todas las magdalenas de arándanos y chocolate blanco del planeta.
No tenía sentido volver a deprimirse. Su vida era perfecta porque al fin tenía todo el control en sus manos.
Y sabía cómo demostrarlo.


Peter estiró las piernas en su incómodo sofá de cuero, todavía con la chaqueta y las botas puestas, y cerró los ojos a la luz de la luna que se derramaba sobre él.
Había leído tantos informes, estimaciones y cifras sobre la posible salida a bolsa de la empresa que no le quedaba la menor duda sobre la óptima situación financiera del negocio. Ni en sus previsiones más optimistas Gaston y él habían imaginado un panorama tan favorable. Debería sentirse aliviado, satisfecho y orgulloso, pero, en vez de eso, se sentía tan inquieto que apenas podía permanecer sentado.
Agarró las llaves con intención de salir. Necesitaba escapar de aquella habitación fría y vacía donde sus pensamientos parecían resonar en las paredes desnudas. Y el mejor destino posible sería la única mujer que conseguía hacerle olvidar sus desvelos y preocupaciones.
Se detuvo en la puerta al darse cuenta de que no sabía el número de su apartamento. Pero, qué demonios, llamaría a todas las puertas hasta dar con la correcta.
Salió al rellano justo cuando el ascensor abría sus puertas. Y allí estaba ella, como si sus pensamientos la hubieran conjurado, con las mejillas rosadas y su castaña melena recogida.
Peter abrió la boca para hacer una broma sobre el ascensor, pero se le formó un nudo en la garganta al ver como respiraba agitadamente y como se pasaba la lengua por el labio inferior.
Y si aún pensaba que el ascensor la hubiera llevado allí por accidente, todas las dudas se desvanecieron cuando Lali levantó la mano derecha y le mostró un puñado de preservativos.
Un rugido se elevó desde el pecho, acompañando el deseo de cargársela al hombro y llevársela a su caverna. Pero ella parecía tener otras ideas... Salió del ascensor, sujetó los preservativos entre los dientes y se quitó una horquilla del pelo para que le cayese sobre los hombros. A continuación, se quitó las botas de tacón, lo que redujo su estatura en varios centímetros. Lo siguiente fue la bufanda, desenrollándola lentamente alrededor del cuello hasta caer a sus pies. Luego, mientras lo miraba bajo sus largas pestañas y su respiración se aceleraba, se desabrochó el botón superior de la rebeca. Peter tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para permanecer quieto, sabiendo que nunca se perdonaría si interrumpía aquella actuación.
Los envoltorios plateados seguían colgando de sus dientes mientras se desabrochaba los botones lentamente, uno a uno, hasta revelar su piel clara y un sujetador de encaje rosa que no conseguía ocultar la sombra de las aureolas...
Avanzó hacia él y dejó que la rebeca se le deslizara por los hombros y brazos. Se le enganchó en un dedo y la arrojó por encima de su cabeza. El aroma de su piel ardiente y desnuda fue la perdición de Peter. Incapaz de seguir conteniéndose, la levantó en brazos, se la echó al hombro como si fuera un bombero y las risas de Lali llenaron su cavernoso apartamento.
Tuvo que emplear toda su fuerza de voluntad para depositarla suavemente en el suelo. Ella se sacó los preservativos de la boca y se los metió en el bolsillo trasero de los vaqueros. Sus manos permanecieron un momento en las nalgas, antes de subir por el torso para abrirle la chaqueta. Se la quitó de los brazos y la tiró al suelo, antes de ponerse de puntillas y deslizar las manos bajo la camiseta con una determinación enloquecedora.
Y, entonces, lo besó en la boca con una pasión voraz, y él la rodeó con los brazos para volver a levantarla y apretarla contra su cuerpo. Solo podía pensar en la imperiosa necesidad por tenerla en posición horizontal, y aunque era cierto que no tenía cama, su imaginación no era tan pobre como el mobiliario de su apartamento.
La llevó hasta el charco de luz junto a la cocina. Necesitaba verla bien y sentir sus reacciones. Le agarró la falda y entró en contacto con la peor pesadilla de un hombre excitado. Unos leotardos. Eran rosados, del mismo color que la piel de Lali cuando se ruborizaba. Maldición... ¿Intentaba matarlo o qué?
Seguramente, a juzgar por la forma con que se frotaba contra él mientras se tiraba hacia abajo de la falda.
Por suerte, también los leotardos iniciaron el descenso por sus piernas. Se arrodilló ante ella para adorar aquellos muslos pálidos y el diminuto triángulo del tanga. Le acarició las esbeltas pantorrillas y los delicados tobillos, y se deleitó con el punto sensible tras la rodilla al verla temblar.
Ella se aferró a sus cabellos y él la besó en la unión de los muslos, marcándola como suya, antes de empezar a subir con los labios por su hermoso cuerpo. La curva del vientre, la suave depresión del ombligo, la protuberancia de la cadera, la sombra de los pechos y de nuevo su boca, ávida y expectante. Las puertas de su paraíso particular.
La levantó y la tumbó en la barra de la cocina, haciéndola gritar y retorcerse cuando su cálido trasero entró en contacto con el frío granito. Él la besó y transformó el grito en un gemido mientras ella lo rodeaba con sus piernas para acercarlo con apremiante anhelo.
En pocos segundos se había puesto el preservativo y, sin quitarle las braguitas, se las apartó para empujar con el extremo de su erección. El gemido que le arrancó al penetrarla casi supuso su perdición inmediata. Si había pensado que su boca era la puerta del cielo, en el interior de su cuerpo descubrió el verdadero cielo. El calor y sus músculos lo envolvían mientras juntos se movían perfectamente acompasados.
Abrió los ojos y se encontró con las llamas que despedían sus ojos, hipnóticos, irresistibles. Necesitó de toda su fortaleza para contenerse. Dejó de respirar cuando ella abrió la boca y, con ojos líquidos y desenfocados, le clavó los dedos en su espalda al tiempo que el orgasmo la sacudía por entero. Se agitó y retorció y se deshizo en gemidos sobre la superficie de granito. Y, tras un breve instante de máxima tensión, el mundo se desmoronó alrededor de Peter en una incontenible oleada de calor líquido.
Segundos después, fue consciente de los temblores de Lali y del frío que convertía su sudor en hielo. La levantó de la encimera y la rodeó con los brazos para calentarse ambos con el calor combinado de sus cuerpos.
Abrió la boca para decir algo, cualquier cosa, pero ella lo acallo con un beso suave y sensual. Luego, le acarició la mejilla y se apartó para ponerse la falda. Fue al rellano a por el resto de su ropa, se vistió y le echó una última mirada antes de meterse en el ascensor, dejándolo con los pantalones por los tobillos.
–Santo Dios –murmuró él, pasándose las manos por la cara. Había sido increíble. Salvaje. Y no habían intercambiado una sola palabra en todo el rato.


Al día siguiente, por la tarde, Lali seguía aturdida mientras esperaba el ascensor en el vestíbulo. ¿Qué la había llevado a dirigirse al apartamento de Peter, desnudarse para él en el rellano, acostarse con él en la encimera de su cocina y luego marcharse tan silenciosamente como había llegado?
Nunca había hecho algo parecido, y la verdad era que... estaba encantada. Después de tantos años de prudencia y cautela, descontrolarse un poco suponía una grata revelación. Y también un alivio. El mundo parecía más brillante, más luminoso y colorido. Y ella se sentía mejor que nunca. Incluso había tenido un día fantástico en el trabajo.
Tal vez debería permitirse una aventura sexual de vez en cuando. Buscarse a algún desconocido, por ejemplo, en un aeropuerto, y soltarse la melena sin preocuparse por las consecuencias.
Se estaba riendo cuando las puertas del ascensor se abrieron, y toda su confianza recién adquirida se le cayó a los pies cuando vio a Peter en el interior, apoyado en el rincón. Sus ojos se encontraron, ardieron, y Lali sintió que se ponía roja como un tomate.
Pensó entonces que le debía un orgasmo, y entró en el ascensor con la intención de recordárselo...
–Buenas tardes, señorita Esposito –la saludó una voz de mujer.
Lali dio un respingo y giró la cabeza para descubrir a la señora Addable, del noveno piso, acariciando en el rincón a Randy, su gato azul ruso, cuyo pelaje era del mismo color gris que el de su dueña.
–Hola, señora Addable –murmuró mientras se colocaba detrás de ella y junto a Peter, quien miraba al frente a pesar de que su calor corporal se le antojaba a Lali una invitación irresistible–. ¿Cómo está Randy?
–He decidido que es demasiado bueno para llevarlo en la jaula. Tengo que llevarlo al jardín que hay junto al aparcamiento cuatro veces al día –los ojos de la señora Addable se posaron en Peter y su expresión se suavizó–. Tú eres Peter Lanzani...
–El mismo –afirmó él.
Lali tuvo que tragar saliva para no echarse a temblar por el delicioso sonido de aquella voz reverberando en sus huesos.
–Gloria Addable, del 9B. El otro día oí a Sam hablando con el señor Klempt sobre tu llegada.
–Es un placer conocerte, Gloria.
–Lo mismo digo, Peter.
Lo llamaba «Peter», no «señor Lanzani». Llevaba dos años viviendo en el edificio y trataba de usted a todo el mundo salvo al gato.
–Sam dijo que tenías problemas con tu cama –continuó la señora Addable con la vista fija en el panel numérico, mientras acariciaba a Randy en el lomo.
–Así es, pero he conseguido arreglármelas bastante bien.
Lali también mantuvo la vista al frente, sin atreverse a encontrarse con sus ojos. Pero era imposible ignorar la tensión entre ambos.
–Tengo un colchón de sobra –ofreció la señora Addable–. Es pequeño, pero...
Se puso a relatar la historia de su colchón y Lali sintió como Peter se acercaba a ella disimuladamente. Lo bastante para rozarla con la manga de la chaqueta...
–Mi cama llegó esta mañana.
Lali se olvidó por completo de las apariencias y lo miró a los ojos.
–¿En serio?
El bufido de la señora Addable apenas alcanzó su subconsciente. Los ojos de Peter tenían la peligrosa habilidad de hacer desaparecer el entorno.
–Parece que el ascensor de servicio es más fiable –añadió él en voz baja.
–Cuánto me alegro –dijo Lali–. Por ti –añadió tardíamente.
Peter esbozó un atisbo de sonrisa.
–Yo también me alegro... por mí.
El ascensor anunció la parada con su particular pitido, y cuando Lali y la señora Addable se volvieron con expectación hacia las puertas, Peter aprovechó para rozarle el dedo con el suyo. Fue un contacto ligero y sutil, pero bastó para que todo el cuerpo le prendiera en llamas.
Las puertas se abrieron en el cuarto piso, donde no había nadie esperando.
La señora Addable suspiró.
–Tranquilo, Randy. Ya casi hemos llegado.
Durante los siguientes diez minutos de subidas y bajadas, Lali tensó las piernas y se mordió el labio para no ponerse a gemir por las caricias del pulgar de Peter en su muñeca.
Y, por primera vez desde que vivía en aquel edificio, se alegró de que el ascensor fuera tan imprevisible.


Bueno, les debo explicaciones.
1- No habia subido por unos temitas mios que ya se solucionaron.
2- Tambien se me habia olvidado que tenia novela que subir
3- Sigo trabajando en mi novela, pero hay un punto importante en esto,mi novela la subire a una pag que abrire en Facebook, aqui solo subire novelas adaptadas, eso se los explicare bien en su momento.

Eso seria todo. Les deje el capitulo completo como compensacion? Bueno, espero y me hayan extrañado y me sigan bancando! Espero sus comentarios.

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