Peter no podía creer lo que acababa de escuchar. La suerte no sólo había abandonado a Lali, sino que también estaba embarazada. El muy canalla de Benjamín Amadeo, que había llegado al pueblo fanfarroneando sobre todo lo que era y todo lo que iba a ser cuando no era nada en absoluto, la había dejado embarazada y la había abandonado para que saliera adelante ella sola.
Deseaba hacer pagar a Benjamín por lo que había hecho. Entonces, se recordó que no representaba ningún papel en la vida de Lali. Tal vez la había amado en el pasado, pero ella había elegido a otro hombre. Alguien que parecía mucho más respetable que él, con ropas elegantes, una buena familia y un título universitario. Alguien que lo había anulado a él por completo. Tal vez debería marcharse al Honky Tonk y olvidarse de que la había visto.
Decidió que iba a hacer eso precisamente.
Se montó en su furgoneta, pero aquella enorme maleta que se había quedado en el porche lo turbaba. Seguramente Tami Esposito cambiaría de idea y acogería a su hija. En cualquier momento, se abriría la puerta y algún miembro de la familia iría detrás de ella.
Peter esperó, pero la puerta no se abrió. Los relámpagos iluminaban el cielo y los truenos rugían en la distancia. Cuando el viento arreció, Tami se asomó furtivamente por la ventana. Peter sintió un rayo de esperanza, pero, cuando la mujer vio que él seguía allí, corrió de nuevo las cortinas.
—No es mi problema —murmuró por fin.
Pisó el acelerador, pero ni siquiera consiguió recorrer una manzana. Entonces, recordó las palabras con las que Lali se había despedido de él. «¿Acaso no has hecho tú nunca nada de lo que te arrepientas?».
Había hecho muchas cosas de las que se arrepentía. De niño había sido tan rebelde que lo habían echado de más colegios de los que podía recordar. Había mandado a un tipo al hospital simplemente porque lo había mirado mal. Se había pasado dos años en la cárcel por robar un coche que ni siquiera quería. Cuando reflexionaba sobre todo lo que había hecho y sentido antes de cumplir los veinticinco años, sabía que era un milagro que hubiera llegado a los treinta. Si no hubiera sido por su abuela, tal vez nunca hubiera conseguido darle un giro a su vida.
Por el retrovisor, vio que Lali doblaba la esquina. Con aquellas ropas tan mojadas debía de estar helada. Además, estaba embarazada.
Frenó bruscamente y dio la vuelta. Se detuvo delante de la casa de los Esposito. Entonces, recogió la maleta de Lali y fue rápidamente tras ella.
Lali oyó que la furgoneta de Peter se le acercaba por detrás. No había conseguido contener las lágrimas, pero, con la lluvia, dudaba que él se diera cuenta.
El se colocó a su altura y aminoró la marcha. Entonces, abrió la puerta del copiloto.
— ¡Entra!
—Vete —replicó ella, sin mirarlo. No quería que Peter viera su dolor.
—Te alojaré en mi casa durante unas cuantas noches hasta que puedas solucionar la situación con tus padres. Entra antes de que enfermes de neumonía.
—Estoy bien —insistió ella, a pesar de que no era así. Se sentía triste, enfadada, avergonzada...
— ¿Adonde piensas ir? Son más de las once. — Lali no respondió porque no lo sabía. Tenía amigos en el pueblo, personas con las que había ido al colegio y con las que había trabajado. Estaba segura de que alguien la dejaría quedarse en su casa durante una noche o dos. Sin embargo, pedirles aquel favor no le resultaría nada fácil cuando no había mantenido el contacto con nadie desde que se marchó, a excepción de su mejor amiga Cande, que se había casado y se había mudado a Wyoming.
—Va a empezar a nevar muy pronto —añadió Peter.
— Ya lo sé.
—Te estropearás las sandalias.
— Ya se me han estropeado... —susurró. Todo se le había estropeado hacía mucho tiempo. Las sandalias eran lo último.
Peter aceleró el motor. La furgoneta tomó más velocidad y se detuvo justo delante de Lali. Entonces, él descendió y se acercó a ella.
—Dame la maleta.
Lali protegió la maleta con su propio cuerpo, pero él le agarró la mano y se la quitó. Se quedaron durante unos segundos uno frente al otro, bajo aquella lluvia torrencial. Mientras Lali lo miraba, sintió de repente tantos deseos de ver una de las escasas sonrisas de Peter que habría llorado sólo por eso.
—Lo siento —dijo ella, suavemente.
La dureza que había reflejada en el rostro de Peter desapareció.
—Todos hemos hecho cosas de las que nos arrepentimos —dijo. Entonces, cargó la maleta en la furgoneta.
La vieja granja Hatfield no había cambiado demasiado. Mientras Peter iba a buscar una toalla, Lali lo esperó en una salita y recordó a la mujer que había vivido allí. Aunque de apariencia frágil, era la mujer más obstinada que Lali había conocido nunca. Hatty había fallecido justo antes de que la joven se marchara. Lali había tenido tantos deseos de irse que no había pensado demasiado en la muerte de la anciana. Sin embargo, sabía que el fallecimiento de Hatty había afectado mucho a Peter.
— Toma —dijo él mientras le ofrecía una toalla y unos pantalones y una camiseta secos. Se había quitado la camisa para ponerse una camiseta que se tensaba sobre su amplio tórax y que mostraba la parte inferior de los tatuajes que tenía en los brazos.
— Yo tengo ropa —comentó Lali, al darse cuenta de que aquellas prendas eran de él.
— No quería rebuscar en tu maleta. Ya me las devolverás por la mañana.
Dejó que se secara mientras él iba a la cocina. Lali oía cómo abría armario y cajones mientras ella se cambiaba. Tenía aún mucho frío y sabía que tardaría un poco en calentarse, pero se alegraba de estar a cubierto.
Entró en la cocina con el cabello recogido con la toalla. La ropa de Peter le estaba muy amplia. Trató de no prestar atención al aroma que impregnaba las prendas, el aroma de Peter, y todas las agradables asociaciones que podía hacer al respecto.
—¿Tienes hambre? —le preguntó él.
— En realidad no —respondió. No quería molestarlo más de lo necesario.
—A mí me parece que no te vendría mal ganar unos kilos.
—Estoy segura de que engordaré bastante en los próximos meses.
— ¿Te parece bien huevos y tostadas?
Como en realidad deseaba algo de comer, Lali asintió. No había comido demasiado para dejar todo el dinero para gasolina.
— Te agradezco mucho que me ayudes — dijo ella—. Por cierto, la casa está en muy buenas condiciones.
—Mi abuela la tenía muy bien antes de morir.
— Estoy seguro de que la echas mucho de menos. Peter rebuscó en un cajón para sacar una espátula.
—¿Qué es lo que hace Andy ahora? —preguntó Peter, cambiando así de tema.
— No lo sé.
— ¿Cuánto tiempo hace que lo dejaste? — quiso saber él mirándola como si fuera a atravesarla con los ojos.
— Hace tres días.
¿Y ya no sabes qué es lo que hace?
— Mira, no quiero hablar de Benjamín. —Peter se dirigió al frigorífico. —¿Un huevo o dos?
—Dos.
— ¿Cuándo comiste por última vez? —comentó él, tras colocar el cartón de huevos sobre la encimera, al lado de la cocina.
—Hoy. ;
—¿Hoy?
— Sí, bueno, ya sabes... Hace un rato —respondió ella tratando de evitar darle una contestación concreta—. Huele muy bien.
Peter había echado los huevos en la sartén. Lali escuchó cómo chisporroteaban y, poco a poco, comenzó a entrar en calor.
— ¿Y tú? ¿Qué has estado haciendo desde que yo me marché? —preguntó la joven.
Nueva lectora! Muy buena la nove ché!
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