Lali miró por la ventanilla y contempló las calles de Nueva York mientras volvía a pensar en lo que la doctora Bay le había propuesto la semana anterior. Resultaba fácil buscar excusas para sus miedos, que al fin y al cabo eran legítimos. Podían secuestrarla o intentar asesinarla; ya le había sucedido y podía volver a ocurrir. Tenía que mantenerse en guardia.
Por otra parte, su guardia estaba tan alta, que le impedía vivir. Sí, todo se podía hundir al día siguiente; pero no lo había hecho el día anterior, ni el mes anterior ni durante los años anteriores. Había puesto todos sus huevos en la cesta del miedo y se sentiría la mayor estúpida de la Tierra si llegaba a anciana completamente a salvo pero sin haber disfrutado.
Suspiró y contempló la nuca de Peter. Su cabello era oscuro y lacio, y se preguntó si lo llevaba revuelto porque le gustaba o por parecer más agresivo. Casi estaba segura de que no usaba espuma e incluso dudaba que le importara su aspecto, que por lo demás era increíblemente atractivo incluso en los peores días. Se mantenía en forma, preparado para la batalla. Y caminaba con arrogancia.
Ella, en cambio, había permitido que el miedo gobernara su existencia. Todo iba bien en sus primeros tiempos en la universidad. Había superado la muerte de Lisa, pero su sentimiento de seguridad se desvaneció de repente el día en que Ian Stark y Bruce Halliday la secuestraron.
Después, todo fue de mal en peor. Su relación con Graydon, que nunca fue especialmente interesante, acabó en ruptura. Ella empezó a pasar más y más tiempo en el piso y sólo salía para asistir a las clases o a los cursillos de defensa personal, que en lugar de ayudarla a mejorar su estado, lo empeoraron.
Al final se había rendido a los ataques de pánico y las pesadillas. Y ahora no se atrevía a nada. Ni siquiera había sido capaz de formular una pregunta sencilla a Peter. Se veían casi todos los días. Hablaban y hablaban, pero si se trataba de pasar a asuntos tan personales y leves como el origen de la cicatriz que él tenía en la mandíbula, se quedaba callada y se hundía en su timidez. Era absurdo. No era como preguntar si prefería los calzoncillos o los slips. La cicatriz estaba en su cara, a la vista de cualquiera.
Patético.
Estaba de pie en la sala, junto con los dos ex agentes del servicio secreto que protegían a Nico Esposito. Uno, Jim, era su chófer; el otro, Juan, su secretario ejecutivo. Pero fundamentalmente estaban allí para que nadie se acercara a él. La paranoia no afectaba sólo a Lali, sino también a su padre.
Peter odiaba esa parte del trabajo. Habría sido distinto si hubiera consistido en proteger a un presidente o a un primer ministro, a alguien que trabajaba para la comunidad, no a la hija de un empresario. Intentaba justificar su posición y se decía que Lali dirigía la Fundación Esposito y que su ONG ayudaba a muchas personas, pero era una excusa tan sosa como el emparedado que le habían ofrecido en la cocina de los empleados.
Miró a Nico. Tenía treinta y cuatro años pero parecía mayor. Podía permitirse cualquier lujo, incluida una operación de cirugía estética para quitarse su enorme papada, pero prefería gastar el dinero en cosas que despertaban la envidia de los demás. Aquel edificio, su casa, su avión. Su hija. Cuando Peter estaba en presencia de Nico y Lali, le costaba mantener la compostura. La trataba como si fuera una niña. Una niña inválida. Y ella se lo permitía.
Cambió de posición para desentumecerse. Durante sus años en el Ejército debería haberse acostumbrado a estar de pie y esperar, pero lo odiaba; prefería enfrentarse a un grupo de hombres armados antes que no hacer nada y mirar.
Lali rió, en una demostración de alegría tan desacostumbrada como positiva. Se preguntó si sería consciente de su belleza; de su piel, de lo increíblemente atractiva que estaba cuando sus ojos se iluminaban. Llevaba el disfraz de una mujer que no quería llamar la atención. Colores crema, caquis, marrones, beige. Todos pálidos.
Sus pensamientos se derivaron hacia el hombre de la empresa de raptos. Se llamaba Jerry Brody, y por lo que había averiguado de él, le parecía un vulgar canalla que se las daba de listo y que decía explorar la condición humana. Pero tenía título de psicólogo. Según los periódicos, había secuestrado a docenas de personas en sus coches, casas y hasta en cines. Los ataba, les tapaba los ojos y los encerraba en una habitación pequeña y destartalada donde los mantenía aislados.
Le parecía increíble que la terapeuta de Lali le hubiera propuesto una cosa así. Pero no lo permitiría. Llegado el caso, hablaría con Nico. Estaba seguro de que el viejo tomaría cartas en el asunto.
Lali volvió a reír. Estaban en mitad de Manhattan, en el piso sesenta del edificio Esposito, en el comedor de ejecutivos. Sólo había una mesa ocupada. Ninguno de los directivos y supervisores que generalmente usaban la sala podía entrar cuando Lali iba a comer. Además de Peter y de los dos hombres del servicio secreto, había guardias armados en la puerta, la cocina y el ascensor.
Vivía en una especie de cárcel de máxima seguridad.
Lali se recostó en el cuero negro de la limusina y evitó la mirada de Peter cuando él cerró la portezuela. Tenía un nudo en la garganta y tuvo que parpadear varias veces para contener las lágrimas.
La comida había estado bien. Su padre estaba de buen humor, los platos habían sido excelentes y la conversación, productiva. Todo iba como la seda hasta que miró a Peter y notó su expresión de lástima.
En ese preciso momento, cayó en la cuenta de que estaban en un comedor vacío y de que podía oír el sonido de los cubiertos. Se sintió tan avergonzada, que no fue capaz de probar el sorbete.
El no dijo nada, ni en el ascensor ni en el garaje. La trató con respeto, como de costumbre. Incluso le concedió una de sus excepcionales sonrisas cuando le abrió la portezuela del vehículo. Pero todavía la miraba con lástima.
Era temblé. No había un solo aspecto de su vida que no estuviera contaminado por los efectos del monstruo que llevaba dentro. Su padre sólo pretendía que fuera feliz y estuviera a salvo, pero no sentía ni lo uno ni lo otro. Dirigía una ONG, era verdad, pero casi todo el trabajo lo hacía desde casa. Vivía encerrada, sin más relación que su amistad con Candela.
¿Cómo había llegado a ese punto?
—¿Lali?
—¿Sí?
—¿Te llevo a casa?
—Sí, Peter, gracias.
—¿No quieres ir de compras?
—Hoy no.
—Muy bien.
Su voz sonó normal. Sin crítica alguna en el tono. Y justo entonces, Lali tomó una decisión. Quería que la secuestraran. A primera hora de la mañana, llamaría a la doctora Bay para que se encargara de todo.
La decisión era tan importante, que sus manos empezaron a temblar. Pero no tenía vuelta de hoja. Era su vida y había llegado el momento de tomar el control.
Bueno, ayer cuando entre y vi las firmas ya era demasiado tarde. Hoy no tengo ganas de subir otro. Pero mañana les traigo maraton LO PROMETO!. Espero y les haya gustado el capitulo. Nos leemos mañana.
Peter se siente poco importante cuidandola,pero creo k es xk no puede avanzar en una relacion con Lali.Mala decision d Lali,no me gusta nada el k se dedica a esos secuestros querra llevatlo mas allá.
ResponderEliminarmaassss :O
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